7 jun 2017

Mas tatuajes en el alma que en la piel

Dicen que escritores y poetas se alimentan de sus momentos más tristes, que es cuando están emocionalmente inspirados para escribir las líneas con las que consiguen transmitir parte de los sentimientos que experimentan a aquellos que lean sus palabras. Otros, aprovechan algún espejismo amoroso para condimentar sus frases y estructurarlas en un algo coherente y emocional. Hay quien tiene alguna musa —o muso— que es quien llena de tinta la pluma de quien escribe. También hay quien, sin experimentar tristeza o amor alguno, posee una imaginación infinita que le permite recrear mundos y personajes, tramas políticas, históricas o fantásticas, y embriagar con lo inimaginable al lector.
En cualquiera de los casos, debe haber algo. Algo que mueva las tripas del que escribe, esa energía interior que experimenta quien escribe y que se traduce en una imperiosa necesidad de expresarse, de mostrar lo que lleva dentro a quien sea que se acerque a sus páginas y se pare aunque sea por un instante a leerlas.
Cuando nada de eso existe, se experimenta un hecho que sería similar en forma y sensación al rugir de las tripas. Buscas en tu interior y no hay absolutamente nada. El vacío más absoluto, forjado a partir de haber ido soltando por el camino, trozo a trozo, todo aquello que en algún momento lo llenó. Pero necesitas que haya algo, así que buscas en las paredes más recónditas de ti mismo, raspando hasta en la esquina más oscura y profunda, produciéndose así el rugir mencionado. A veces, uno no se contenta con la búsqueda superficial y prueba a meterse él mismo dentro para ver si encuentra algo allí.
No hay nada. Silencio. Estoy en una habitación oscura, apagada. El silencio gobierna el lugar con un poderío que pareciera que estuviese gritando. Es imposible saber lo que hay alrededor, si parte de una casa o los elementos propios de un lugar abierto, ya que no hay ningún sonido o luz que lo identifique. Pareciera como si hubiese llegado muy temprano, antes de que empiece lo que sea que debiera empezar, o como si hubiese llegado demasiado tarde, mucho después de cuando tuvo sentido estar allí, si es que alguna vez lo tuvo. Es imposible saber cuánto tiempo ha transcurrido desde que allí hubo algo o cuánto tendrá que transcurrir para que vuelva a haberlo.
Mi mente se defiende repentinamente del inmenso vacío, que es incapaz de comprender, con destellos de voces e imágenes un tanto inconexas, que rasgan el silencio del lugar de una forma que casi duele. Algunas son felices, otras no lo son tanto, pero todas ellas parecen más reales que la nada que domina alrededor. A pesar de eso, cada vez es más difícil saber cuáles son reales y cuáles han sido soñadas o manipuladas por mi propia mente. Y aun así, siento que echo de menos algunas de ellas, aunque suenan tan lejanas —y cada vez más— que pronto serán poco menos que un espejismo.
Abro los ojos, cansada por la introspección realizada pero aliviado de volver a la realidad. Miro a mi alrededor, esta vez con mis ojos físicos, reales. Estoy en una habitación oscura, apagada. El silencio gobierna el lugar con un poderío que pareciera que estuviese gritando. Parece que lo que veía en mi interior no era más que el reflejo de lo que en realidad me rodeaba. La única luz que se vislumbra es la de la pantalla que tengo delante, con una hoja en blanco que cada vez está menos blanca y más llena de letras
Quizás es una necesidad física esta de escribir. Como si no hacerlo, nos causara algún tipo de dependencia, nos faltan las palabras fluyendo por nuestros dedos. 
Momentos de inspiración que van y vienen; momentos que sabes escribir de mil cosas, y momentos en los que, aunque no sepas exactamente que vas a escribir, las palabras van bailando hasta formar un texto coherente. Y es que puede que escribas para los demás. Por si alguien te lee. Pero realmente te da igual. Escribes por ti. Porque te resulta casi anestesiante. Como notas que vas tocando en un piano, y al juntarse entre ellas, van formando una bonita melodía. Y cada mañana, adopto palabras que se me quedan sueltas, que se han perdido en la catarsis de mi pensamiento. Pero vuelven a mi, como niños rebeldes que quieren escaparse, pero siempre vuelven al amparo de los brazos de sus padres. 
Y así, casi sin darte cuenta, las silabas se van juntando y van formando una estructura casi lógica, y tu ansiedad por escribir va cayendo, como caen los días unos tras otros. 




"Como un día me dijo el poeta Halley,
Si las palabras se atraen, que se unan entre ellas
Y a brillar, que son dos sílabas"

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